La idea de que siempre vamos a poder discernir entre un video real y un deepfake es enteramente falsa. Deepfake es el nombre que se le da a los videos falsos generados con inteligencia artificial (IA). La disciplina recién empieza, y su entrenamiento, aunque ni es exponencial ni está libre de techos de cristal, va mucho más rápido que las tecnologías previas. El canguro esperando subirse a un avión con su tarjeta de embarque en la mano muestra más que el bochorno colectivo de todos los que creyeron que algo así era posible. Muestra que estamos ingresando en una era en la que no podremos creer en nada de lo que veamos ni oímos.
Esto podría parecer solo un inconveniente más de la (digamos) vida moderna. Pero trasciende esa categoría. La explotación política de videos espurios y otros medios generados con IA atenta contra la base de las democracias occidentales, que tienen como sustento la verdad o, al menos, la aspiración de que hay algo de verdad en el contrato social. Viceversa, los totalitarismos recurren al relato, a la fabricación de la realidad, y en esos contextos los deepfakes y otras patrañas no hacen sino fortalecer los regímenes. La pregunta es si, debido a que a veces la verdad es muy incómoda, acaso no estamos inclinándonos por lo fake.