Los vecinos conocen el sitio como Castillo de Scott, la casa de los fantasmas o el manicomio, y la verdad es que cuando uno pasa por ahí, todo eso puede parecer cierto.
Ahora que luce abandonada, la edificación mete un poco de miedo.
Será por las historias que se cuentan, pero más que nada porque quedó a medio reciclar, no hay terminaciones a la vista, permanece sin ventanas y tiene las veredas destruidas, entre una larga lista de etcéteras.
En los planos es un imponente chalet de 820 metros cuadrados con frente a la calle Ucrania al 2000, a metros de la estación de tren de Villa Adelina, en el partido bonaerense de San Isidro.
La construcción tiene más de 100 años y muchas leyendas alimentadas por la mística vecinal. Una especie de torre sale desde un costado, como apuntalando el lado noreste de la casa; sobresale por entre los árboles y las casas vecinas, todas ellas bastante más bajas que los 12 metros de altura donde termina la cúspide de su gran techo piramidal.
Una enorme medianera en el frente impide el deleite de los curiosos, que suelen afilar el ojo por entre la rendija del portón y el muro para admirar su imponente arquitectura.
A pesar de que luce castigada por el paso del tiempo, el abandono y las reformas, la casona de Scott parece invencible, está entera, conserva sus molduras y se presenta incólume, con sus credenciales belle époque a la vista.
Para hacerse una idea del lugar: imagínese el campo bonaerense hace un siglo, plena pampa tapizada de pasturas y pequeñas chacras; de un lado, una modesta estación de tren; del otro, a menos de 200 metros, un caserón inmenso.
Y ambas construcciones conectadas por un pasadizo secreto.
La historiografía adelinense afirma que la casona la mandó a construir, en 1908, Federico J. Coombs, un funcionario que realizó los planos de la estación de tren de Villa Adelina, que se inauguró poco después.
Entre las visitas frecuentes figuraba Adelina Munro Drysdale (1896-1942), nieta del escocés Duncan MacKay Munro, el administrador del Ferrocarril Central Córdoba (hoy Belgrano Norte). Los historiadores cuentan que Duncan bautizó a la estación con el nombre de su amada nieta.
Sin embargo, a contrapelo de lo que se cree, la localidad de Villa Adelina no se llama así, como la estación de tren, por la nieta del viejo escocés, sino por la Posta de Adelina, señalan los eruditos. La posta era una antiquísima pulpería que fue famosa hasta el siglo XIX, ubicada en el fondo de la Legua, como se conocía al camino que circundaba el límite de los terrenos situados a una legua de las barrancas del Río de la Plata.
Como sea, lo cierto es que esta casa, que podía verse desde muy lejos en esa época, primero fue de J. Coombs y este se la vendió a Carlos Diego Scott, otro acaudalado funcionario inglés del ferrocarril que ha quedado en la historia de la localidad como el primero en tener un automóvil.
La casa del millón de dólares
Se suceden los primeros días de junio de 2024 y el Castillo de Scott está semi tapiado. Cuenta Lucas a LA NACIÓN, un vecino que vive en la esquina hace 40 años, que la edificación permanece abandonada “desde un poco antes de la pandemia”.
Hasta el cierre y el abandono de la casa, funcionó allí una clínica neuropsiquiátrica privada, y quizá haya sido este servicio de salud mental de casi medio siglo de trayectoria la fuente de las historias de misterio que se cuentan en el Paseo de los inmigrantes, la plaza que se interpone ahora entre la vieja edificación y la estación de tren.
Después de más de cinco años cerrada, hace unos meses comenzaron obras de refacción; le cambiaron los viejos techos de chapa zincada, comida por el óxido, por chapa nueva de color negro. Los techos originales, fieles al estilo de la época, lucían cubiertos por tejas de pizarra. Todavía le faltan terminaciones importantes como la nueva zinguería.
Cuentan los vecinos que hace poco hubo movimientos de suelo, limpieza del terreno y demoliciones dentro del predio, “y varios camiones llevándose porquerías”, afirman.
Esto motivó a que la municipalidad de San Isidro clausurara la obra en dos oportunidades, según pudo confirmar LA NACION. Los dueños originales, cuenta un albañil, fallecieron, pero la propiedad quedó en manos de la familia, detalla. Los actuales dueños, para el municipio, son una incógnita.
“Se encontraron materiales para construcción, trabajos de demolición y excavación sin permiso otorgado, que implicó la clausura de la obra”, revela una fuente municipal. “Nunca se acercaron a regularizar la situación”, lamenta. “Estamos haciendo cumplir las medidas de seguridad”, agrega.
Y un dato más: la casa estuvo en venta hasta hace poco, a través de una inmobiliaria de zona norte pero “la operación se encuentra suspendida”, afirmó un vendedor a este cronista.
El aviso de venta continúa online, sin embargo: la publicación detalla que la propiedad es apta para el desarrollo de un “barrio privado de nueve viviendas y pedían por el terreno y todo lo que allí está plantado la cifra de US$999.000, casi-casi un millón de dólares.
Estos son algunos detalles más de la propiedad histórica: superfiecie total de 1886 metros cuadrados y superficie cubierta de 820 metros cuadrados.
“Si cambió de dueño o siguen siendo los mismos, no lo sé, la única información que tengo es que la venta está suspendida”, cuenta el vendedor que la ofrecía.
Al momento de publicar esta nota, el Castillo de Scott no tiene ningún anuncio en el portón de entrada. No hay un letrero con el permiso de obra, tampoco la faja de clausura de obra que el inspector pegó y firmó a finales de mayo.
Ni hablar del cartel de venta de la inmobiliaria, si alguna vez estuvo, ya no está, todo es misterio.
Las tareas de refacción de la curiosa casona de estilo inglés permanecían frenadas, pese a las pilas y pilas de ladrillos huecos que hay dentro.
El vecino que vive a solo 20 metros de la obra dice que mientras funcionó la residencia psiquiátrica nunca escuchó ruidos extraños ni gritos concordantes con los sonidos que suelen provenir de casas del terror.
Dice que el único movimiento que vio en los últimos 40 años fue el de familiares que venían a visitar a los internados, que jamás hubo un problema ni quejas de ningún tipo, hasta que cerró, antes de la pandemia, remarca.
“Estuvo muchos años abandonada, por lo menos dos veces que entraron a robar, también quisieron tomarla, pero un vecino los vio desde el fondo y los denunció, si no fuera por él esto podría ser cualquier cosa ahora”, especula.
“Cuando empezaron la obra, más o menos el año pasado, sacaron un montón de cosas del sótano, una cantidad de basura tremenda, ese movimiento hizo que los fondos de los vecinos linderos se llenaran de ratas”, comenta.
Ahora hay gente cuidándola: hay mucho dinero en material acopiado ahí dentro. Uno de sus cuidadores, vestido con ropa de trabajo, cuenta que las tareas de refacción que se frenaron se hicieron para “volver a poner la clínica”, en relación al establecimiento frenopático.
Y confirma el relato adelinesco que se ha transmitido de boca a boca, generación tras generación: el que dice que, debajo de la casa, hay un túnel secreto que conecta con la estación.
“Hay un sótano muy grande que estaba lleno de cosas que sacamos”, cuenta el albañil, y no especifica qué tipo de “cosas”, lo que da rienda suelta a la imaginación.
La existencia del misterioso pasadizo subterráneo que comunica la casa con la estación de tren de Villa Adelina, situada a menos de doscientos metros, es verdadera, afirma.
Este corredor bajo tierra habría sido diseñado por Coombs cuando construyó su casa de dos plantas y era frecuentemente utilizado por el funcionario ferroviario Scott, su segundo dueño.
Este conducto era perfecto para ir y venir hacia la principal vía de conexión con el mundo de aquella época y con total discreción, sin ser vistos ni molestados por nadie.
“En el sótano hay un túnel, sí sí, es así, hay un túnel”, confirma, una tarde de otoño, el albañil, cuando se va haciendo de noche. “Pero no se puede pasar, está tapado”, avisa.
Así como se escucha, en este crepúsculo de junio de 2024, algo de todo ese halo de misterio recorre la mente del curioso que intenta ver hacia adentro de la casa por entre las rejas del portón.
Y es que, cuando uno pasa por ahí, una palmera centenaria te avisa que el lugar es de otro tiempo, y que mejor no te acerques sin permiso. La casa está apagada, permanece a oscuras, alguna lamparita exterior ilumina muy bajo por las noches.
A diferencia del salvoconducto subterráneo, si mirás hacia arriba, no ves aberturas ni puertas que les cierren el paso a los espectros.
Hace frío, es de noche, acá no están ni los perros. Si pasás por la puerta, tal vez sea un buen momento para sentir un poco de miedo.
El final abierto de esta historia es una obviedad, porque esta casa a medio arreglar no debería quedar así, en la ruina, con tanta historia. ¿O sí?
El tiempo pasa y puede pasar cualquier cosa, una demolición, un barrio privado o nuevamente una clínica para la salud mental.
Hagan allí lo que sus nuevos dueños quieran hacer, los adelinenses contemporáneos seguirán llamándola por su nombre: el Castillo de Scott, la casa de los fantasmas o el manicomio.