Son las dos caras de una misma moneda. En un país en el que más de la mitad de la población tiene problemas de sobrepeso, la malnutrición no se frena, en especial en los chicos y en los sectores de menores recursos. Y la brecha económica entre una dieta estándar y comer sano lo agrava. Lo advierte un documento elaborado por expertos que se presenta este miércoles en el XXIII Congreso Argentino de Nutrición.
Lo coordinó el licenciado en Nutrición Sergio Britos, quien es además vicepresidente del congreso, pero participaron en su elaboración una veintena de especialistas que analizaron qué comemos y cómo comemos los argentinos, en su totalidad y complejidad. De allí el título: “Sistema alimentario en la Argentina: seguridad alimentaria, dietas saludables y salud ambiental”.
Lo primero que advierten los licenciados en Nutrición es que “la malnutrición en sus diversas formas persiste como un problema de salud en nuestro país”.
Al aportar datos, los especialistas tomaron como referencia la última Encuesta Nacional de Nutrición y Salud, de 2019, y estimaron que hoy “no menos de 26 millones de personas en Argentina viven con exceso de peso”. Si se tiene en cuenta que según el censo 2022 somos casi 46 millones, más de la mitad de los argentinos tiene sobrepeso u obesidad.
Pero en tiempos en que la obesidad es tema debate constante en los medios y en las redes, los expertos ponen la lupa en una dimensión que no siempre se toma en cuenta: la social. Esto es, por qué llegamos a estos severos problemas de peso y malnutrición en la población y, fundamentalmente, cómo hacer para cambiar este escenario.
La malnutrición, resaltan, “atraviesa todas las etapas de la vida”. En los niños, se expresa en amplios déficits de hierro, vitamina D, calcio, zinc y ácidos grasos esenciales. En la adolescencia, persisten las dietas escasas en vegetales, frutas y lácteos, y excesos de harinas refinadas, panificados y los llamados alimentos ocasionales como snacks y golosinas. En la adultez, los efectos de la malnutrición se empiezan a ver: enfermedades crónicas como diabetes, hipertensión y patologías cardiovasculares.
El informe suma otro dato de preocupación: “La inseguridad alimentaria alcanzaba en 2024 al 35,5% de los niños y adolescentes. Eso implica que más de uno de cada tres chicos no accede e forma sostenida a los alimentos que necesita para desarrollarse”.
Para los especialistas, la causa del problema no es la falta de alimentos, ya que los últimos datos de la FAO, la agencia alimentaria de Naciones Unidas, “reflejan que nuestro país tiene una disponibilidad más que plena en comparación con el requerimiento medio poblacional, por encima de las 3300kcal y 120 g de proteínas respectivamente”.
Pero esos valores no reflejan un abastecimiento, ni mucho menos un consumo, saludable. “Producimos cantidades más que significativas de granos, aceites y carnes, pero ello no es un sinónimo de un sistema alimentario que abastezca dietas saludables”, remarcan.
“En la últimas décadas se consolidó un patrón alimentario que combina exceso de calorías con déficit de nutrientes esenciales y de alimentos clave en la dieta. La mayoría de los argentinos realiza una dieta muy desequilibrada que conduce a múltiples deficiencias y enfermedades crónicas”, dice Britos, y apunta a que la causa no es individual sino que es el sistema el que hace agua.
Cuestión de plata
Un punto insoslayable es el económico. El informe reitera lo que ya se sabe: que los alimentos saludables son más caros. Pero le pone números a esa brecha de una manera brutal: “Comprar 100 calorías de alimentos saludables –como frutas, verduras o lácteos– cuesta hasta siete veces más que obtener las mismas calorías en base a panificados o harinas, y tres veces más que alimentos de bajo valor nutricional”.
Esta situación se viene dando de manera sostenida “durante casi tres cuartas partes de los últimos siete años”, enfatiza el documento, y concluye: “En un contexto de alta inflación y pobreza, ese comportamiento diferencial seguramente contribuyó al deterioro de la variedad y calidad de dieta de los hogares de menores ingresos”. El punto de partida ya era malo: en 2018, sólo el 11% de los hogares realizaba dietas de buena calidad nutricional.
En este sentido, también se suma que la canasta básica de alimentos (CBA) “es notoriamente insuficiente” como referencia, ya que en el período analizado el costo de una canasta saludable superó en promedio en un 37% el valor de la CBA.
“En el período analizado, entre enero de 2018 y junio de 2027, los alimentos más nutritivos de una dieta saludable, sumados en conjunto, costaron en promedio un 37% más que la canasta básica”, amplía Britos a Clarín, y resalta que hubo algunos momentos (en 2020 y 2024) que esa diferencia superó el 40%.
Otro dato importante que remarcan los especialistas: la alta carga tributaria de los alimentos, de un 40%. “Representa la presencia fiscal del Estado en la mesa de los argentinos”, grafican.
Educación alimentaria
La presencia del Estado, en cambio es nula o escasa en los lugares donde sí debería estar, consideran los expertos: en la educación alimentaria. “Es un eje estratégico, pero su impacto se ve limitado cuando permanece en el plano declarativo o aislado de otras políticas públicas integrales”, describen en el informe.
Y traen el caso del Etiquetado Frontal de Alimentos: hay encuestas que muestran que el 30% de la gente seguiría comprando lo mismo. “No existe aún certeza de los resultados en dimensión de cambios efectivos en las compras (…) es indispensable seguir evaluando el comportamiento de los consumidores y reforzar su implementación con mensajes educativos, hasta hoy insuficientes”.
Para eso plantean “un paradigma educativo transformador” que lleve a un cambio “progresivo pero sostenido” del patrón alimentario de la población, que se traduzca en un mayor consumo de verduras, legumbres, cereales integrales, frutas, frutos secos, leche y yogur, al mismo tiempo que baje el consumo de las harinas refinadas, los panificados y los feculentos en general, y se equilibre el alto consumo de carnes rojas y el bajo consumo de pescado.
Esa educación alimentaria tiene que darse en todos los niveles de la escuela formal, pero también con estrategias dirigidas a la población general.
“No se hace educación alimentaria en términos de políticas públicas, no se hace en las escuelas, no hubo campañas activas de buena información para que la gente utilice bien el etiquetado frontal. Hay una vacancia de políticas públicas muy notable desde siempre”, apunta Britos sobre un problema transversal a todas las gestiones.
El vicepresidente del congreso hace también una diferencia entre la información y la educación. “Las guías alimentarias existen y son muy buenas, pero no hubo ningún proceso de apropiación de la gente porque no hubo un esfuerzo para bajarlas a mensajes claros y cotidianos. Como dicen los americanos, el call to action, hacé tal cosa”, explica.
Britos no niega la importancia de informar, pero señala que no alcanza con decir que hay que comer un poco menos de carne rojas y sumar más legumbres (“Una proteína de excelente calidad que desperdiciamos nutricional y económicamente”). “La gente no decide la acción por la información: decide cuando le bajás mensajes claros que dicen comé legumbres de esta manera. Hay que hacer culinaria la educación alimentaria para hablar de formas muy concretas de comprar, preparar y combinar los alimentos”, propone.
Otras sugerencias del informe apuntan a analizar y reducir la carga impositiva, favorecer una mayor producción de alimentos nutritivos, y modificar el enfoque fragmentado y compensatorio de las políticas alimentarias hacia una visión en conjunto y con foco en la calidad nutricional.
“La educación es fundamental, pero no alcanza con decirle a la gente qué debe comer si no tiene los medios para hacerlo. Hay que enseñar, pero también garantizar que lo aprendido se pueda poner en práctica”, remarca Britos.
AS