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Años atrás, Paola Cleri sobrevivió. Seis de sus compañeros no corrieron la misma suerte, pero ella, que se encontraba al teléfono con su querida amiga Jossie, pudo escapar por el patio, saltar una tapia y esconderse en la casa de unos vecinos, que muy amablemente la refugiaron.
Había sido muy afortunada, tres residentes que vivían con ellos contuvieron el ataque lo suficiente como para que varios pudieran huir. Argentina, por aquellos días, había quedado muy lejos y allí, en Afganistán, estaba atravesando uno de los momentos más duros de su trabajo en las Naciones Unidas, pero, aun así, en ningún momento pensó en renunciar a sus ideales, sus luchas ni su creencia profunda de que es posible aportar para transformar el mundo en un lugar mejor. Paola lo lleva en su sangre. El compromiso social vive en ella desde que tiene memoria.
Una familia comprometida con el prójimo: “Todos se tomaban unos mates y nos contaban alguna historia”
De niña, Paola pasaba todos los veranos en la casa de su abuelo en Villa Dolores, Córdoba. A aquel hogar lo recuerda lleno de gente que iba charlar o buscar algún remedio. Sucedía que su abuelo era médico rural y nunca se negaba a atender a nadie, sin importar si tenía o no el dinero para costear una consulta. Algunos pagaban con un kilo de papas, otros con un cabrito, estaban los del fuerte abrazo y los que abonaban con un simple gracias: “Todos se tomaban unos mates y nos contaban alguna historia”, rememora Paola.
En CABA, donde había nacido y pasaba el resto de las estaciones, la joven tenía también el ejemplo de su abuelo paterno, empresario PyME. Sus empleados para él eran familia y aquel comportamiento fue el que inculcó a sus hijos y nietos. Así, el padre de Paola decidió dedicarse a la economía social, aunque fue de su madre de quien aprendió el significado profundo de la empatía y la verdadera escucha.
“Odiaba ir con ella a hacer compras porque hablaba con medio mundo, pero de grande me di cuenta de que ella demostraba verdadero interés por las personas. Recuerdo cuando la acompañé a su trabajo como directora de un banco importante en Argentina y tardamos media hora en entrar. Le preguntaba al guardia de seguridad por su hija, que estaba rindiendo exámenes para ingresar a la secundaria, al ascensorista por su esposa que se había esguinzado, a la secretaria por su tía con cáncer…”
“Por otro lado, mi hermano menor dejó su empresa de lado para tomar un cargo en la gestión pública y para ayudar desde su lugar a la Argentina. Creo que es algo que mamamos desde la cuna. Nunca dar vuelta la cara cuando se ve una injusticia, y que cada uno, desde su lugar, siempre puede hacer algo, por más mínimo que sea”, reflexiona.
Para cuando llegaron sus 17, Paola ya había naturalizado el compromiso social. Tal vez fue por ello que, el día en que un amigo le contó que había hablado con los chicos que abrían la puerta a los taxis en Alto Palermo -algunos casi niños-, no dudó en atender su llamado de atención: ¡tenemos que hacer algo!
Primero comenzaron a darles la merienda cuando hacía frío y a enseñarles algunas cosas: “Muchos no habían terminado el primario o incluso no sabían leer y escribir. Arrancamos como pudimos, en la calle, charlando. Luego, un partido político nos prestó un local para que pudiéramos darles una merienda y un espacio para charlar. La panadería del barrio nos daba medialunas y pan, y nosotros comprábamos leche y chocolatada. Fue un ensayo muy cuesta arriba”, cuenta Paola.
“Luego conseguimos un espacio propio y más donaciones. Además, se hizo muy conocido, y nos empezaron a llegar otros chicos de la zona para recibir apoyo escolar. Organizábamos recitales en la plaza cercana y la gente donaba comida. Para mí fue mi primera experiencia de gestión: aprender a administrar, negociar y entender que dependía de nosotros. Si no íbamos, el comedor no abría. La responsabilidad. No importaba si tenía que estudiar o si me sentía mal, muchos chicos dependían de nosotros y teníamos que poner el cuerpo. Hoy puedo decir que aprendí mucho de lo que era capaz de hacer si ponía la cabeza y el corazón a trabajar. Aprendí mucho de los chicos y chicas que venían al comedor. Aprendí el valor de una sonrisa y un abrazo, de una mirada, de una palabra. Las pequeñas acciones que te cambian”.
Un parto especial en Bolivia y una decisión de vida: “A través de la política uno puede cambiar las cosas”
Apenas un tiempo antes de comenzar con su carrera y camino profesional, Paola emprendió un viaje por Latinoamérica que abrió aún más sus ojos a una realidad fragmentada que trascendía las propias fronteras. Y fue allí, en un colectivo entre la frontera de Bolivia y Perú, que a su lado una mujer comenzó con trabajo de parto.
Era de noche, en medio de la desesperación evidente y la incertidumbre, un neozelandés dio un paso al frente al comprender que el nacimiento era inminente. Paola, quien por entonces tenía 19, decidió apoyarlo, le quitó la ropa interior a la mujer y le tomó la mano mientras el joven del Pacífico se dispuso a recibir al bebé. El parto no tuvo complicaciones, y para la argentina, el mayor impacto arribó una hora después, cuando llegaron al hospital.
“Llegué sosteniendo la placenta en la mano. Recuerdo que pedí agua para lavarme y me mostraron un balde. No había agua corriente. Lo único que pensé fue en la situación en la que se vivía en ese hospital. Era lo mismo tener al bebé en el colectivo que en ese lugar”, rememora. “Cómo te determina dónde naciste, las condiciones a las que tenés acceso, es solo una cuestión de suerte, y debería ser una cuestión de derechos. En ese momento decidí estudiar Ciencias Políticas: a través de la política uno puede cambiar las cosas”.
Movilizada por sus tareas comunitarias, Paola estudió Ciencias Políticas en la UBA. Cuando todavía tenía 19, obtuvo una beca del INAP por su labor social y cultural y, tras graduarse, trabajó en negociaciones internacionales y recibió una beca del British Council para estudiar en la London School of Economics. Y fue su carrera en cooperación internacional la que la llevó a vivir en un destino complejo, como es Sierra Leona, como especialista para la misión de Naciones Unidas.
Por entonces, tenía 27 años y fue su primera misión de paz. Llegó a un pueblo llamado Port Loko, donde no había luz ni agua potable, tan solo contaban con algunas horas de electricidad en la oficina por la mañana, gracias a un generador.
Paola era la única persona blanca en todo el pueblo y los niños se asustaban y lloraban en brazos de sus padres: “¡No me dejaban hacerles upa! Tarde casi un año, y varios caramelos, en que la hija de mi vecina me dejara jugar con ella”, cuenta entre risas.
“Fue una misión hermosa y crecí muchísimo como persona y profesionalmente. Era la segunda elección después de la guerra, y se preveía un cambio de partido en el gobierno, lo cual podría haber generado conflicto. Pero fue muy pacífico. Nunca vi gente con tantas ganas de votar, tan esperanzadas por lograr un cambio”, continúa Paola, quien allí trabajó como asesora de Educación Cívica y Registro al Votante. “Debía ayudar al equipo local en la logística y estrategias de difusión. Primero hicimos una campaña para registrar a los votantes, pueblo por pueblo. Íbamos con parlantes, en moto, en bici, y caminando. Algunos pueblos estaban super alejados, y no había ruta de acceso, debíamos ir en canoa o a pie”.
“No había partidas de nacimiento ni registros civiles, así que la gente debía venir a registrarse. Para muchos era su primer documento con foto que tenían en su vida. Recuerdo acompañar a una señora que no recordaba su edad, pero que había nacido el año de la gran inundación. Teníamos una lista de hechos históricos para poder calcular la edad. Resultó que tendría unos ochenta y tantos años”.
“El día de las elecciones, cuando terminamos, recuerdo que uno de los candidatos de un partido me dijo que me llevaba en moto a mi casa, y el otro candidato estaba a pie, así que le pidió que lo llevara también. Terminamos paseando por todo el pueblo en moto los tres. Fue como una gran demostración de paz: los dos candidatos de los partidos opuestos y yo, la representante de Naciones Unidas. Fue realmente una experiencia hermosa”.
Sobrevivir en Afganistán y el deseo de recordar lo bueno: “Me hubiese gustado que el cambio logrado fuera más significativo”
Tras su experiencia en Sierra Leona, Paola coordinó el apoyo del Ministerio de Economía de Argentina a Haití, y manejó proyectos en Afganistán, Washington DC, y Paraguay para distintos organismos internacionales.
Para Paola, Afganistán, sin contar el atentado, fue muy distinto a Sierra Leona. Desde el comienzo, no tuvo libertad de movimiento y tenía muy poco contacto con la gente local, solo con colegas afganos o algún vendedor de alguna tienda: “Quienes me conocen, saben que esto es muy difícil para mí. Siempre me burlan porque me hago amiga de las piedras”, dice Paola, sonriente.
“Realmente, mi movimiento era mucho más limitado. Me costó trabajar en este contexto, pero lo que más me sorprendió fue la generosidad de la gente. Habían sufrido una historia de guerra y pobreza, pero los afganos son las personas más amables y generosas que conocí. Me di cuenta de que eran estos elementos positivos sobre Afganistán, y no los ataques terroristas que a menudo se muestran en los medios, los que debían compartirse con el exterior”.
Fue así que, entre constantes amenazas y peligros, llegó el día del ataque. Sucedió una semana antes de la segunda vuelta electoral, cuando la residencia fue violentada por insurgentes. Doce personas murieron, incluyendo seis personas de Naciones Unidas, entre las que estaban dos muy queridas amigas de Paola, Yah-Lydia Wonyene, de Liberia, y Jossie Esto, de Filipinas: “Me encontraba al teléfono con Jossie, quien no pudo escapar al fuego cruzado entre terroristas y policías”, revela.
“Hoy siento que fue una película, y no puedo creer que haya estado ahí. No siento que sea algo que me haya marcado. Prefiero recordar todo lo lindo del país, en vez de ese momento. Desgraciadamente, mucha gente hoy la sigue pasando muy mal en Afganistán, y me hubiese gustado que el cambio logrado fuera más significativo”.
En su vuelta a la Argentina, Paola formó una familia junto a un camerunés que conoció en una de sus tantas misiones humanitarias y tuvo dos hijas afro-argentinas. En el camino negoció proyectos con organismos internacionales de crédito, como el que realizó para Scholas Occurrentes, la ONG del Papa Francisco, liderando el área de expansión y fondeo internacional. También, estuvo en la génesis del Club Villas Unidas, una asociación liderada por Cesar Luis Menotti, el Profe Signorini y Lalo Maradona, que unió a muchas organizaciones sociales para armar un seleccionado de las villas de Argentina, que hoy se encuentra compitiendo en AFA.
A pesar de recorrer y promover acciones sociales en diversas partes del planeta, para Paola, Argentina es y siempre será su hogar: “No importa dónde viva, los argentinos son mi gente. La pasión de los argentinos es inigualable. El papá de mis hijas se enamoró de Boca y la bombonera, de los asados, y las juntadas. Siempre me dice que le encanta la espontaneidad nuestra, que la gente te avisa estoy yendo, y te cae con bizcochitos para el mate”.
“Además, la calidad de vida social en Argentina es algo que valoro profundamente. Las relaciones interpersonales, el sentido de comunidad y la solidaridad son aspectos que considero esenciales para el crecimiento y desarrollo de mis hijos. El club de barrio, que les dio sentido de pertenencia, su deporte y amigos. A veces nos quejamos de Argentina, porque en lo económico es una montaña rusa, pero en lo social, es un 10″, reflexiona. “Además, la decisión de regresar a Argentina también estuvo influenciada por el deseo de aportar y contribuir al país que tanto amo. Quería ser parte del cambio y trabajar desde adentro para mejorar las condiciones de mi país”.
“Mi experiencia de vida me enseña cada día que, aunque el camino sea cuesta arriba, y a menudo con desafíos que parecen imposibles, siempre hay una solución. Hice de este lema mi carrera. Mi trabajo es pensar soluciones a aquellos problemas que nos traen las organizaciones, tratando de concretar en la realidad las ideas más extraordinarias y complejas de alcanzar. Siempre mejor, si estas ideas mejoran la vida de las personas”.
“He aprendido que la perseverancia y la creatividad son clave para superar los obstáculos. En cada proyecto, por más pequeño que sea, he visto cómo el compromiso y la dedicación pueden generar un impacto significativo. Cada desafío es una oportunidad para innovar y hacer una diferencia”.
“Para mí es un privilegio tener la oportunidad de servir e influir positivamente en la vida de la gente, sin importar cuán pequeña sea la contribución ni cuánto tiempo pueda tomar. Cada experiencia, ya sea en un comedor comunitario, en una misión de paz o trabajando en proyectos complejos, me ha enseñado que el verdadero valor de nuestro trabajo radica en la capacidad de transformar vidas y comunidades. Cada uno de nosotros tiene el poder de contribuir a un cambio positivo en el mundo”, concluye.