Que somos inseparables de los perros y de los gatos es algo tan antiguo como cotidiano. En lo que a los primeros se refiere, nos une al menos un amor de 15.000 años, pero que nuestra mascota preferida descienda de los lobos, con quienes comparten un parecido genético de 99,8%, es tan shockeante como novedoso. Sentimientos al margen por ahora, esta teoría cada vez más próxima a la confirmación retrotaería 40.000 años la existencia de los perros en nuestras vidas, hacia el túnel del tiempo en el que el hombre de Neanderthal se extinguía y el desierto del Sahara era un valle fértil.
Si la ciencia finalmente tuviera razón sobre esta vuelta de tuerca evolutiva, no sería desatinado pensar que el amor incondicional que nos une con los perros –y otras mascotas domésticas – podría incluso derramarse mutando en aceptación nuestro rechazo y temor hacia otras especies menos agraciadas.
Al fin de cuentas, la Naturaleza adoctrina. Al nacer, la mariposa no es más que una oruga desarrapada con seis pares de ojos y una boca que escupe baba de seda; y de un sapo repugnante, un sentido beso podría dar origen a un bello príncipe.
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Todas las especies, aun las más desafortunadas, ocultan enormes virtudes y encantos detrás de pelos, escamas, púas, ponzoñas y fealdades.
De sapos e invertebrados
Los invertebrados, por caso, tantos y tan variados al punto de representar el 95% de todos los animales conocidos, incluyen algunas de las especies con menos simpatizantes en el mundo: insectos, arañas, miriápodos y crustáceos. Sin embargo, «la suerte de la fea, la linda la desea».
Algunos invertebrados, como las abejas y las hormigas, son tan invasores como prolíficos y para reproducirse ni siquiera necesitan que sus huevos sean fertilizados. Las primeras, al menos “nos dan” su miel, aunque en verdad se las quitemos; las segundas, acaban con nuestras plantas, pero su solidaridad y organización social son ejemplares.
Como una suerte de ciberanimales (aunque ni siquiera sean peces ni tengan sangre), las estrellas de mar pueden regenerar alguno de sus brazos, o incluso su cuerpo entero, en el caso de que hayan sufrido una mutilación. Y aunque se crea que tienen 5, existen estrellitas de hasta 40 extremidades, que coordinan como sabiondos directores de orquesta.
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Desde luego, otros animales son muy pequeños, como los tardígrados que habitan musgos, líquenes y helechos, con características tan exóticas que la ciencia debería tenerlos mucho más presentes por su increíble resistencia a las condiciones extremas.
Aunque se los llama “ositos de agua”, los tardígrados son muy raros. Se ven como un gracioso chanchito articulado zarandeando sus muchas patas, tan insignificantes que su volumen puede pasar desapercibido con su cuerpito de 500 micrones o llegar incluso a ser perceptibles a simple vista, si los más altos alcanzan el medio centímetro de longitud.
Con todo, estos poderosos chiquitines soportan temperaturas impensadas en el globo terráqueo, entre -273 °C y 151 °C. Más hábiles que Udine, sobreviven sumergidos en éter y alcohol. Como si fueran dobles de Tom Cruise, ingenieros y cosmonautas rusos afirmaron haber encontrado tardígrados resilientes adheridos con sus patitas a la superficie externa de sus naves espaciales, ya de regreso a la Tierra. Por tanto, se cree que también habitan la Luna.
De calamares y zorros
En el otro extremo, los calamares gigantes (Architeuthis y Mesonychoteuthis) pueden alcanzar hasta 15 metros de extensión y pesar 1 tonelada. Calma, porque por mucha curiosidad que despierten, es difícil dar con alguno de estos crustáceos que, en su gran mayoría, viven en aguas muy profundas. Existe un registro pictográfico de un espécimen de 10 metros de largo visto en la Bahía Trinity, isla Terranova, el 27 de septiembre de 1877, pero pocos se les animan, excepto Julio Verne, que los imaginó al acecho en sus Veinte mil leguas de viajes submarinos.
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En soledad, los calamares también merecen celebrar su Día del Animal en la vastedad de los océanos.
Párrafo aparte merecerían las babosas terrestres, con quienes suelo entablar luchas cuerpo a cuerpo –debo confesarlo- en defensa del mundo vegetal que se niegan a desalojar. Su ficha zoológica es admirable: tímidas y nocturnas, tienen respiración pulmonar, dientes y sangre verde; no solo son herbívoras sino también carnívoras carroñeras (comen animales muertos). Hermafroditas, deberían ser mejor estudiadas por los médicos especialistas en infertilidad ya que ponen hasta 500 huevos por vez, tres veces al año y cada vez que se aparean.
Sus parientes, los caracoles, son admirables: para evitar el calor extremo, pasan el verano durmiendo – algunos no abandonan su casita durante cinco meses seguidos- y en materia sexual Sting tendría motivos para envidiarlos: su cortejo amoroso puede prolongarse durante… ¡12 horas seguidas!
Mi amigo el pulpo
Los animales que más fascinación me despiertan son los pulpos. Conjunción de Tarzán y John Locke, pueden tomar decisiones emocionales sin consultarle a su cerebro. Es decir, si tienen un bocado delante, no pierden tiempo y reaccionan inmediatamente con sus brazos fornidos, ya que procesan el estímulo gracias a los nervios distribuidos en sus extremidades. Y por esa irracionalidad, se los considera el invertebrado más “inteligente” del mundo. ¿Los raros somos nosotros?
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Si en la lucha por estrangular un alimento, el pulpo pierde un tentáculo, poco importa: amputado seguirá vivo. A lo sumo, quedará estéril, en caso de que entre sus ocho tentáculos tenga la pésima suerte de que justo haya perdido el que porta su órgano reproductor: una pieza que funciona como jeringa repleta de espermatozoides que inyectará en la hembra que le apetece.
Con cabeza oblonga, ojos saltones y ocho brazos lejos de parecer un galán semeja un fantasmita acuático. Sin embargo también fanfarronea. Aun sin vértebras, el pulpo es como una lancha a motor que se desplaza con enorme rapidez, propulsando agua. ¿Hay algún enemigo cerca? Activa su bolsa de tinta y esa ráfaga le permite huir. ¡Peligro! ¡No puede escapar¡ ¡¿Qué hacer?! Cambia el color y la textura de su piel, para mimetizarse camaleónico con el entorno.
Animales y humanos
Si pasáramos al mundo de los vertebrados, esta nota ameritaría una segunda entrega. Baste mencionar una maravilla: los mayores animales del planeta son los elefantes africanos de la sabana, que se distinguen de las otras dos variantes (los africanos de la selva y los asiáticos) por la forma de sus orejas que increíblemente imitan la silueta del continente que habitan, África.
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Su única desgracia se llama “cazadores”, que por avaricia matan 35.000 ejemplares por año (datos de World Animal Protection) para despellejarlos y cercenar sus colmillos, algo posible por la tolerancia de un mercado negro con compradores en lista de espera.
A excepción de las vacas, que al menos en India son intangibles, por diversos motivos buena parte de los animales, desde los mosquitos hasta los cocodrilos, nunca ganaron el respeto de los humanos. Y en general, tanto se temen unos a otros, que la violencia que los vincula, además de real, terminó siendo simbólica.
Lo esencial es invisible a los ojos
En nuestra vida cotidiana, historias como las del Patito Feo hay a montones, pero no siempre con el mismo final feliz. “Al despertar, Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto”, dice el comienzo de uno de los relatos más ricos de Franz Kafka, La metamorfosis.
Y un mundo de temores y temblores se apodera de todos, del hombre feo que amanece transformado en cucaracha y de la familia incapaz de reconocer lazos y belleza en tanta desgracia: “La manzana que así quedó incrustada en su carne, cual visible testimonio de lo ocurrido, pareció recordar, incluso al padre, que Gregorio, pese a lo triste y repulsivo de su forma actual, era un miembro de la familia, a quien no se debía tratar como a un enemigo sino, por el contrario, guardar todos los respetos, y que era un elemental deber de familia sobreponerse a la repugnancia y resignarse. Resignarse y nada más”, escribe Kafka.
En otra latitud, como no se sabe “qué aventuras nos esperan en la selva, poblada de hierbas buenas y hierbas malas” el niño de cabellera dorada de El Principito (Antoine de de Saint-Exupéry), le cuenta al piloto que su primera experiencia en el séptimo planeta que visitó, la Tierra, fue el encuentro con una serpiente africana.
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Aunque el Principito la veía insignificante, ella lo sorprendió: “Soy más poderosa que el dedo de un rey”, le dijo desafiante, pero el extranjero sonrió incrédulo: “No eres muy poderosa… ni siquiera tienes patas… ni siquiera puedes viajar…”. Aunque estaba en el mundo tan sola como él, no había que subestimar sus facultades: “Puedo llevarte más lejos que un navío”, le dijo ese animal misterioso, y se enroscó alrededor de su tobillo, como un brazalete de oro.
Con todo, es sin dudas el encuentro con el zorro el momento más memorable de la travesía del Principito en nuestro planeta. Cuando se despiden, él -el zorro-, le dice al visitante del asteroide: “He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos”. Y el Principito lo repitió, para no olvidárselo.
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Porque al fin de cuentas no hay tiempo que perder, como le había enseñado el farolero: un día dura apenas un minuto y es mucho mejor si se lo dedicamos a los amigos.
“No soy para ti más que un zorro semejante a cien mil zorros. Pero, si me domesticas, tendremos necesidad el uno del otro. Serás para mí único en el mundo. Seré para ti único en el mundo…”, le había dicho el zorro, su primer amigo, antes feo y desde entonces hermoso. “No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos”.
Un día de tregua para todos los animales, que aun sin hablar tantas lecciones nos dieron. Que la Naturaleza resuelva las injusticias de su propio reino y nosotros, a lo nuestro, y sigamos al conejo blanco; nunca sabemos hasta qué mundo de maravillas podría llevarnos.